miércoles, 17 de junio de 2009

Tatuáme al Che

Entré el local de tatuajes dispuesto a borrarme el nombre de mi última ex, con cara de circunstancia porque ¿cómo le explicaba al tatuador que estaba feliz de haber sido abandonado? o peor ¿cómo le decía que había iniciado otra relación y que mi nueva pareja no creería que mi abuelita se llamara Pamela? Entonces ahí estábamos, buscando un nuevo tatuaje cuando entró un pendeja bellísima; no sé, ponele 17 años, no más. Linda hasta lacerarnos de dolor. Inmediatamente la pensé desnuda, luego la pensé muerta (ah, esas delicias del pensamiento) pero la preferí desnuda. El que atendía el negocio instantáneamente dejó de atenderme; ¿Sí? dijo ¿que andás buscando? Pensé: seguramente busca la coerción equitativa del flujo vaginal con el semen, pelotudo. Pero no dije nada, soy respetuoso de la estupidez ajena. Mirá, dijo mirándome a mí, vengo a tatuarme al Che, lo quiero acá, agregó. "Acá" era sobre la teta izquierda, lo que no me resultó simbólicamente sugerente si no que dio pie para que la pensara muerta y ahora llena de gusanos, claro que prefiriéndola en mi boca y temblorosa. Y no dije nada, soy respetuoso del simbolismo aún cuando fuere berreta. Quizás entusiasmado por el futuro trabajo sobre esa teta que semejaba un bello poema, el tipo le dice: "Qué grande que era el Che". Sí, respondió ella dejando de mirarme supongo porque yo miraba distraído los dibujos, el Che era una masa, boló, agregó. Luego el silencio se desplomó en el local.
¿Sabés qué?, pregunté, ¿no tenés al Chapulín Colorado?. Para entonces me sabía triste.

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